jueves, 31 de marzo de 2011

Las noticias del mundo en latín

Podeís leer y escuchar las noticias de actualidad internacional en latín en la YLE RADIO 1, emisora de radio finlandesa.

miércoles, 30 de marzo de 2011

I. EDIPO, víctima de su propio destino

Edipo es el protagonista de una de las leyendas más célebres de la literatura griega, después del ciclo troyano. Sófocles la recogió en su trilogía del ciclo tebano Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona. Llevada al teatro y al cine en inmumerables ocasiones, también el psicoanálisis de Freud recurrió a Edipo para explicar el conjunto de emociones y sentimientos infantiles que se caracterizan por la presencia simultánea de deseos amorosos y hostiles hacia los propios padres. A este síndrome, Freud lo llamó "complejo de Edipo".

Edipo pertenece a la estirpe de Cadmo. Todos sus antepasados reinaron en Tebas. Uno de estos reyes es Layo, quien, casado con Yocasta, anhelaba tener un hijo, pues, durante muchos años de matrimonio aún no habían podido engendrar. Impulsado por este deseo, acudió a Delfos para consultar el oráculo de Apolo. Éste le dio esta desconcertante respuesta: Layo, descendiente de Lábdaco, has solicitado el don de tener un hijo y se te concederá uno. Pero has de saber que el Destino ha dispuesto que pierdas la vida a manos de este hijo.
Asustado por el vaticinio, Layo se apartó de su amada esposa durante algún tiempo con el fin de evitar su embarazo. Pero, finalmente, pudo más el amor por ella y la llamó a su lado. Poco tiempo después, Yocasta dio a luz un niño. Los esposos, que no olvidaban la respuesta del oráculo, sintieron temor y decidieron deshacerse de él y, así, esquivar los designios del Destino. Encomendaron al niño a un pastor con la orden expresa de que lo abandonara en el monte Citerón con los pies agujereados y atados (el nombre griego de Edipo significa "El de pies hinchados"). El pastor cumplió el mandato, pero tuvo compasión del bebé y se lo entregó a otro pastor que guardaba el rebaño del rey de Corinto. Layo y Yocasta recibieron al criado a su regreso, quien les aseguró que había cumplido fielmente las órdenes, haciéndoles creer que las fieras habrían acabado devorando a la criatura. Los esposos sintieron alivio con la noticia, pues pensaron que el sacrificio del hijo era necesario para evitar que en un futuro éste cometiera el anunciado parricidio.

Mientras tanto, el otro pastor desató las correas que habían agujereado los talones del niño, lo curó, lo cuidó con esmero y lo entregó a su señor, Pólibo, rey de Corinto, quien lo acogió con mucha alegría porque tampoco tenía descendencia. Él y su esposa lo educaron como un verdadero príncipe. Edipo crecía convencido de que Pólibo y su esposa eran sus verdaderos padres.
Un día, cuando ya era mozo, asistió a un banquete y uno de los comensales se emborrachó. Bajo los efectos de la bebida insultó a Edipo, reprochándole que él no era hijo de Pólibo. El joven príncipe quedó muy impresionado por aquella afirmación. Ya en palacio, interrogó a sus padres sobre esta duda. Los reyes intentaron convencer al muchacho de que ellos eran sus legítimos padres. Pero la duda corroía al joven, tanto que decidió marchar a Delfos a consultar al oráculo sobre el particular. Éste no le aclaró nada. Pero le proporcionó un horrible vaticinio. Darás muerte a tu propio padre, te casarás con tu madre y dejarás en la tierra una herencia maldita.


La impresión que recibió Edipo por la respuesta fue tan espantosa que decidió no regresar a palacio, no fuera a cumplirse realmente esta premonición contra sus padres, a quienes tanto amaba. Así que tomó la decisión de dirigirse hacia Beocia.
En una encrucijada vio llegar un carro que transportaba a un noble anciano, acompañado de cochero, heraldo y dos sirvientes. El camino era estrecho. Así que elcochero intentó apartar de malos modos a Edipo, quien se encolerizó y golpeó al cochero. Al ver la escena, el anciano replicó al joven con un fuerte bastonazo en la cabeza. Edipo, a su vez, descargó un mortífero golpe con su bastón contra el anciano, que rodó por tierra y se golpeó la cabeza contra una piedra. El anciano quedó muerto. Edipo siguió su camino sin sospechar que el anciano a quien había matado era su propio padre, Layo.
Mientras aquel suceso conmovía a la comarca, otra desgracia se abatió contra los habitantes de Tebas: un monstruo, llamado Esfinge, que tenía cara y pechos de mujer, alas de ave y cuerpo de león, se había instalado sobre una roca, junto a las puertas de Tebas. Se dedicaba a detener a los caminantes que salían o entraban para proponerles un engañoso enigma. A quien no lo resolviera, lo desgarraba y lo devoraba. Así fueron muriendo cientos de ciudadanos, hasta el punto de que la Esfinge se convirtió en una calamidad pública. La situación de la ciudad era tan grave que Creonte, el nuevo rey, anunció que cedería su trono y concedería la mano de su hermana Yocasta a quien lograra acabar con la Esfinge.

Entretanto, Edipo se dirigía hacia Tebas cuando se enteró del edicto de Creonte. La oferta le interesó y, como no tenía miedo a perder la vida, pues la predicción del oráculo era mucho peor aún, se encaminó directamente hacia la Esfinge y la invitó a formularle el enigma. Ésta le propuso el siguiente: Por la mañana tiene cuatro patas, dos al mediodía y tres por la tarde. De todos los seres vivos es el único que cambia de número de pies, y cuantos más tiene, menor es la fuerza y la rapidez con la que los mueve.
Al punto, Edipo respondió a la Esfinge: La respuesta al enigma es el propio hombre. En la mañana de su existencia gatea sobre sus pies y sus manos. En el medio día de su vida camina sólo con dos pies. Y ya al atardecer de sus días se apoya en su bastón, que es su tercer pie.
La Esfinge no podía soportar que alguien acertara sus enigmas. Así que, al oir la respuesta correcta de Edipo, se puso furiosa, de escurrió, se precipitó cayendo al abismo y murió en el acto.
Edipo recibió el trono y aceptó por esposa a Yocasta sin saber que era su propia madre. De ella tuvo cuatro hijos: dos gemelos, Etéocles y Polinices, y dos hijas, Ismene y Antígona. La segunda parte del oráculo se había cumplido.
Fue pasando el tiempo y Edipo gobernaba el pais con prudencia y justicia y se ganaba día a día el afecto del pueblo. Pero se desató sobre Tebas una terrible peste que causaba estragos entre hombres y ganados. Nadie encontraba remedio contra aquella plaga, considerada por la gente como un castigo de los dioses. Edipo sufría, la población consideraba en él, pero no sabía cómo acabar con la peste. Así que envió a Creonte a Delfos para consultar al oráculo cómo poder acabar con la calamidad.
Creonte regresó a toda prisa con la respuesta, que le fue comunicada delante de la desesperada multitud: la peste que se bate contra Tebas no cederá hasta que el asesinato de Layo sea descubierto y alejado del pais.
Desde este instante, Edipo se decidó en cuerpo y alma a investigar quién habría sido el autor de semejante crimen. Las indagaciones hicieron que sus sospechas recayeran sobre sí mismo. Preguntó a Yocasta detalles sobre Layo y, a medida que su esposa y madre se los proporcionaba, más se convencía Edipo de que él mismo era el asesino. Yocasta le habló también de un hijo al que habían abandonado en el monte, porque el oráculo les había predicho que sería el asesino de su padre.
Por un momento Edipo respiró aliviado porque un mensajero le trajo noticias de Corinto: su padre Pólibo había muerto. Ello le quitaba un peso de encima, pues él no pudo haberlo matado, pues se encontraba muy lejos de él. Pero aprovechó que aún estaba en el palacio el mensajero de Corinto y lo interrogó sobre la verdadera paternidad de Pólibo, sobre un cierto niño abandonado en un monte. Tanto se vio acosado que el mensajero dijo toda la verdad, pues él era el pastor que recibió el encargo de agujerearle los pies y abandonarlo en el monte. Edipo palidecía a medida que iba viendo con claridad que el oráculo se había cumplido: él mismo había matado a su padre, se había casado con su madre y había tenido con ella hijos que, a la vez, eran sus propios hermanos.
Yocasta, antes de caer al suelo desvanecida, entró a su habitación, donde, al no poder, asumir la verdad, se ahorcó. Edipo, que la siguió hasta sus aposento, no pudo evitar el suicidio de su esposa padre. Desesperado, cogió una espada y se sacó los ojos con la punta, pues no se crecó digno de ver la luz de un nuevo día. En cuanto a sus hijos, tan pronto como se enteraron del drama, en lugar de ayudarle y ofrecerle apoyo y consuelo en aquellos terribles momentos, le dieron un bastón de mendigo y lo expulsaron del palacio y de la ciudad.
 Edipo y Antígona, de Antony Brodowski
Sólamente las hijas tuvieron compasión de él y le mostraron su profundo amor. Antígona le acompañó al destierro y guió sus pasos entre miserias, hambre y desprecios.

II. EDIPO: destierro y fin de sus días

Condenado a una vida errante, como el pobre ciego quisiera conocer su destino final, Edipo recurrió de nuevo al oráculo de Apolo, en Delfos, quien le comunicó que la redención de sus involuntarias culpas, cometidas contra la naturaleza, le llegaría en cuanto pisara la tierra de las Euménides, divinidades encargadas de vengar los crímenes que atentaban contra la familia, y éstas le concedieran cobijo. Este mensaje le dio consuelo y aliento para recorrer errante las tierras de Grecia, siempre acompañado por su hija Antígona.

Un día llegaron a un encantador paraje, poblado de árboles y de pájaros, no lejos de Atenas. Edipo se sentó en una roca. Al poco rato llegó un campesino y le ordenó que se levantara, que se encontraba en Colono, lugar sagrado en donde los atenienses veneraban a las Euménides. Edipo se dio cuenta al punto que había llegado el momento de su redención y se acercaba el final de sus días. Se arrojó al suelo y veneró a las Euménides pidiendo que le acogieran en aquel sagrado lugar para acabar sus días.
En este momento se acercó una mujer a caballo que llegaba de Tebas con noticias de Palacio. Era Ismene, quien, abrazándose a su padre, le contó que había surgido una disputa entre sus hermanos por motivo del trono. Polinices había tomado el primero el poder por ser el primogénito, no sin antes haber prometido a su hermano Etéocles que gobernarían ambos alternativamente. Pero Etéocles, no contento con esta promesa, había destronado a Polinices por la fuerza. Ismene le pidió a su padre regresar a Tebas para arreglar la desavenencia de los hijos. Pero Edipo, que conocía el desprecio que sentía sus hijos por él, contestó a su hija que jamás regresaría s su padria, pues la ambición de sus hijos era más fuerte que el amor que le profesaban.
Al terminar de hablar Edipo, apareció entre la multitud Teseo, el rey de Atenas, quien mantuvo un afectuoso coloquio con el ciego, al que le ofreció su protección. Poco después apareció también en el lugar Creonte acompañado de soldados para rogarle a Edipo que tornase a Tebas, aunque fuese por la fuerza. No hubo palabras que lo convencieran. En un último intento, Creonte raptó a las dos hijas, Antígona e Ismene, para forzar el regreso del padre. Pero Teseo las liberó y expulsó a los raptores.
Una nueva noticia se sucede: Polinices ha llegado a Atenas, al templo de Posidón, en actitud suplicante. Ya ante su ciego padre, se arrojó a sus pies y le suplicó que le ayudara a regresar a Tebas, que estaba sitiada, y a recuperar el trono. Edipo le contestó dirigiendo las cuencas vacía de sus ojos hacia el cielo: Mientras ocupabas el trono, me expulsaste de Tebas con estas ropas de mendigo y con este bastón. Ahora la desgracia ha caído sobre ti. Sólo te acuerdas de mí para que te restituya en el trono y arrojo del trono a tu hermano. Pues yo te digo que ni tú ni tu hermano gobernaréis más en Tebas, ya que la venganza de los dioses se ciernes sobre vosotros. Moriréis los dos en una lucha cuerpo a cuerpo y tú yacerás sobre la sangre de tu hermano y tu hermano sobre la tuya.

Al oir esto, Antígona abrazó a Polinices y, aterrorizada exclamó: Hermano, saca tu ejército del sitio de Tebas y no luches contra tu propio hermano, contra tu propio pais. Él respondió: Jamás. No quiero soportar la vergüenza de una retirada. Mi hermano y yo jamás nos reconciliaremos. Somos enemigos. De este modo acabaron su vida los dos hermanos.

Resuelto a morir, Edipo llamó a Teseo para que lo acompañara al bosque de las Euménides. El cielo tronaba mientras ambos se acercaban a una cueva, cuya boca estaba revestida de bronce y de la que se decía que era una de las bocas del Hades. La comitiva se detuvo mientras Edipo y Teseo llegaban a la entrada de la cueva. El ciego se quitó el cinturón de la túnica y pidió agua a sus hijas. Se purificó con ella, cambió su vestimenta de mendigo por una nueva y se abrazó a sus hijas mientras sonaba un ensordecedor trueno: era la voz del dios que le llamaba. Todos se retiraron sin volver la vista atrás. Sólo lo miraba Teseo. Cuando, al cabo de un rato, la comitiva volvieron la vista atrás, sólo vieron a Teseo, quieto, en medio de un extraño ambiente, como si el abismo se hubiera tragado silensiosamente a Edipo, poniendo fin a tanta desventura y sufrimiento. A continuación vieron cómo Edipo levantaba los brazos al cielo invocando a los dioses inmortales.
Después, el rey, silencioso, abrazó a Ismene y Antígona y las condujo a Atenas, en donde les ofreció cobijo y protección.

Viaje a Ítaca, de Kavafis

Constantino Petrou Cavafis (en griego Κωνσταντίνος Πέτρου Καβάφης. Alejandría, Egipto; 29 de abril de 1863 – 29 de abril de 1933) fue un poeta griego, una de las figuras literarias más importantes del siglo XX y uno de los mayores exponentes del renacimiento de la lengua griega moderna. ítaca es uno de sus poemas más célebres.

Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes
o al airado Poseidón nunca temas;
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones y a Cíclopes
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente,
arribes a bahías nunca vistas;
detente en los emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano,
y toda clase de perfumes deliciosos,
cuantos más abundantes perfumes
sensuales puedas;
ve a muchas ciudades de Egipto a aprender
a aprender de los sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu memoria.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y atracar en tu vejez en la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
 Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprenderás ya qué significan las Ítacas

lunes, 14 de febrero de 2011

FAETÓN y el carro del Sol

El riesgo de pretender ir muy lejos demasiado rápido
Este triste mito griego de Faetón revela muchas de las aspiraciones de los jóvenes que buscan su lugar en el mundo y lanza la advertencia de que es peligroso ir demasiado lejos y muy deprisa. Por otro lado, también nos enseña que intentar emular a un padre o a una madre no siempre es un modo inteligente de descubrir nuestro propio destino.
El palacio de Apolo, dios del sol, se levantaba, sustentado por dorados pilares, resplandeciente y brillante en la cúspide del cielo. A este lugar llegó Faetón, hijo de Apolo y de una mortal. Vio a su padre sentado en su áureo trono, rodeado de su séquito, los Días, los Meses, los Años, los Siglos, las Estaciones y, moviéndose de un lado a otro, las Musas. Se sorprendió Apolo al ver al joven que permanecía de pie, admirado de la gloria que rodeaba a su padre.
 Apolo de Belvedere, Leocares, S. IV a.C.
-¿Por qué has venido hasta aquí, hijo mío? -preguntó Apolo.
-En la tierra, mis amigos se burlan de mí y calumnian a Clímene, mi madre. Dicen que solo es una pretensión mia decir que mi origen es divino y que solo soy hijo de dos mortales comunes y desconocidos. Así que he venido a rogarte que me des alguna señal para probar a esos incrédulos que mi padre es Apolo, el dios Sol.
Apolo levantó a su hijo y lo abrazó tiernamente.
-Siempre te reconoceré ante el mundo -le dijo al joven-. Pero si necesitas algo más que mi palabra, te juro por la laguna Estigia que tu deseo será concedido.
-¡Entonces, haz que mi sueño se haga realidad! -exclamó excitado Faetón. ¡Permíteme conducir por un día el carro dorado del sol!
El temor sobrecogió el rostro del dios Sol.
-Me has obligado a decir palabras imprudentes -dijo el padre-.  Me has pedido algo que está más allá de tus posibilidades. Eres joven, eres mortal, y lo que ansías solo se le concede a los dioses. Y no a todos, pues solo me está permitido a mi hacer lo que me pides y tanto deseas. Mi carro debe avanzar por un camino muy pendiente, no puede salirse  de su senda. Es una subida muy difícil para los caballos. El camino discurre por el cénit del cielo, allá en lo más alto. Incluso a mi me da un estremecedor miedo cuando, a semejante altura, me encuentro en posición vertical en el carro. La cabeza me da vueltas de pensar que la tierra está lo más lejos que puede hallarse. El último tramo del camino discurre por una escarpadísima pendiente y requiere mano firme en las riendas. Si te doy mi carro ¿cómo vas a controlarlo? No insistas en que cumpla la palabra que te di. Cambia tu deseo mientras aún tienes tiempo. Elige cualquier otra cosa situada en la tierra o en el cielo. Pero, ¡por favor!, no me pidas algo tan peligroso.
Faetón insistió e insistió, y como, después de todo, Apolo había dado su sagrada palabra, el dios Sol no tuvo más remedio que tomar a su hijo de la mano y llevarlo ante el carro solar. El palo, las llantas y el eje eran de oro; los radios de las ruedas, de plata; el yugo, por su parte, brillaba con piedras preciosas. Estaba Faetón estupefacto contemplando el vehículo cuando Aurora, de rosados dedos, comenzaba a amanecer. Había llegado el momento. Apolo ordenó a las Horas que uncieran los caballos. A su hijo aplicó ungüento mágico para que pudiera soportar las radiaciones de las llamas.
-Hijo, no uses las espuelas y utiliza suavemente las riendas, porque los caballos avanzan por su cuenta -dijo-. Tu trabajo consistirá en aminorar su vuelo, en hacerles sentir tu mando y tu presencia. Sólo eso les hará llevar un paso firme. Mantente alejado de los polos. No conduzcas demasiado lento ni a ras de suelo, para evitar que la tierra se calcine; ni demasiado alto, pues, por un lado, el cielo se quemaría, y, por otro, la tierra se enfriaría tanto que los seres vivos se congelarían y morirían.
Apolo conduciendo su carro
El joven, entusiasmado por conducir el carro, apenas oyó los consejos de su padre. Saltó sobre el asiento y los caballos iniciaron el recorrido atravesando la niebla matutina. Pronto sintieron que su carga era más ligera que de costumbre, y el carro comenzó a tambalearse. Agitó las riendas y los équidos comenzaron a trotar. Faetón sintió alivio. Le gustaba la experiencia. Así, los mortales sabrían de quién era hijo. Mas, el carro comenzó a tambalearse, comenzaba a salirse del camino. Los caballos, aturdidos, se empujaban unos a otros. Faetón se atemorizó y agitó más violentamente las riendas. Intentó llamar a los caballos, pero no conocía sus nombres. Éstos viraron hacia regiones desconocidas, enormemente elevadas. Pasaron por nubes errantes, que se incendiaron al paso de los corceles. La tierra, por estas latitudes, comenzó a enfriarse y a congelarse; los ríos se convertían en hielo. Así surgieron los polos Norte y Sur tal y como los conocemos hoy día.
Al ver el desastre, tiró violentamente de las riendas. Los caballos se asustaron e invirtieron bruscamente su recorrido. Descendían vertiginosamente hasta acercarse tanto a ras de la tierra que la savia de las plantas se secó, las hojas de los árboles se secaron también y comenzaron a arder. La región entera estaba en llamas. Todo el territorio que se podía avistar quedó calcinado, estéril. Estas regiones nunca recuperaron la vida. Hoy día son los vastos desiertos que se extienden por el centro de la Tierra.
 Caída de Faetón, Rubens, 1636
Faetón comenzó a sentir calores insoportables. El pelo comenzó a arderle. Se cayó del carro y comenzó a dar vueltas por el espacio como una estrella fugaz. En caida libre, cayó al océano que, instantaneamente, se lo tragó.
Apolo, que había sido testigo de esta visión de destrucción, se cubrió la radiante cabeza entre lamentos. Se dice que ese día no hubo luz solar en el mundo. Sólo hubo destellos luminosos por algunos lugares, fruto de la gran conflagración.

miércoles, 9 de febrero de 2011

LESBIA, tan amada, tan odiada

La poesía de Catulo (87-54 a,C.) refleja con crudeza las experiencias de su propia vida. Parece que Lesbia fue su pasión, la amó profundamente. Pero algún acto de infidelidad por parte de ella debió cambiar sus sentimientos hacia ella hasta llegar al más profundo odio y desprecio. A continuación os transcribo varias poesías del poeta latino que reflejan ese cambio de sentimientos.

Lesbia y su gorrión, Sir Edward John Poynter

Vivamos, Lesbia mía, y amémonos,
y las murmuraciones de los viejos severos
pensemos que no valen un ardite.
El sol puede morir y renacer;
nosotros, cuando muera esta breve luz,
tendremos que dormir una noche perpetua.
Dame mil besos, luego cien,
luego otros mil, después cien más,
todavía otros mil y luego cien,
y, al fin, cuando contemos muchos miles,
confundamos la cuenta para no saber el total
y para que ningún malvado pueda aojarnos
al saber que los besos han sido tantos.
--- o ---
Me has preguntado, Lesbia, cuántos besos
tuyos llegarían a saciarme.
Tantos como arenas hay en Libia,
junto a Cirene, rica en laserpicio,
entre el oráculo del estivo Júpiter
y el sagrado sepulcro del viejo Bato;
o como las estrellas que, en la noche callada,
contemplan los amores furtivos de los hombres.
Tantos son, Lesbia, los besos tuyos
que podrían saciar al loco de Catulo.
Tantos que los curiosos no pudieran contarlos
ni hechizarlos con lengua venenosa.

--- o ---
Odio y amo. Tal vez preguntes cómo puedo hacerlo.
No lo sé, pero lo siento así y me torturo

--- o ---
Lesbia habla siempre mal de mí, pero no deja
nunca de nombrarme. Si Lesbia no me ama,
que me muera yo aquí y en este instante.
¿Que por qué? Porque a mí me ocurre lo mismo:
continuamente estoy maldiciendo de ella,
pero, ¡que me muera si no la amo!
--- o ---
Deja, pobre Catulo, de hacer locuras.
Da por perdido lo que ves perdido.
Brillaron antes para ti radiantes soles,
cuando ibas y venías por donde te llevaba una niña
a la que amaba yo como nunca será amada ninguna.
Muchos eran los juegos que le proponías,
y ella se sometía a todos tus caprichos.
Ahora ella ya no quiere. No quieras tú tampoco.
No merece la pena perseguir lo que huye,
ni acostumbrarse a vivir entre tormentos.
Resiste con obstinación. Aguanta. No cedas.
Adiós, niña. Catulo no va a ceder
ni va a solicitarte si tú no quieres,
pero a ti va a dolerte su indiferencia.
¡Ay de ti, miserable! ¡Qué vida te espera!
¿Quién irá a verte, quién te verá bella?
¿A quién querrás, a quién dirán que perteneces?
¿A quién besarás y qué labios vas a morder ahora?
Resiste tú, Catulo. Aguanta, No cedas.
--- o ---
Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia,
la Lesbia aquella a la que Catulo
amó más que a sí mismo y que a los suyos,
ahora por callejas y esquinas descorteza
a los nietos del magnánimo Remo.

--- o ---
A tal extremo, Lesbia mía, ha llegado mi alma por tu culpa
y tanto se ha perdido, víctima de su propia fidelidad,
que, en adelante, no podrá quererte, aunque te vuelvas la mejor
de las mujeres, ni dejarte de amar, por mucho que hagas.

Poemas traducidos por Cuenca,L.A. y Alvar,A. Antología de la poesía latina, Alianza Editoria, 1990

ORFEO Y EURÍDICE: separación, pérdida, sufrimiento

La triste historia griega de Orfeo y Eurídice nos enseña el dolor agridulce de la aflicción y de la pérdida, y lo inevitable del final, a pesar de cualquier intento que hagamos por aferrarnos a lo que está pasando por nuestras vidas. Este mito no ofrece ninguna solución fácil sobre cómo enfrentarse a la pérdida, pero, ante todo, nos da la esperanza de que, al menos, seguimos vivos.
Orfeo de Tracia era famoso por hacer la música más dulce del mundo. No en vano era hijo de la musa Calíope y del rey tracio Oeagro. Hay quien asegura que es hijo del mismísimo Apolo. Con la áurea lira que el dios le había regalado tenía tal poder de seducción que, incluso, los feraces torrentes se quedaban inmóviles para escucharlo, las rocas y los árboles desenterraban sus raíces para oir su esquisita música y las fieras permanecían mansas cuando oían sus notas.
 Orfeo representado en un mosaico romano

Ganó el amor de la rubia Eurídice y vivió un matrimonio dulce y placentero ... pero corto. Paseaba por una verde pradera cuando una serpiente le mordió el tobillo. No hubo remedio posible que pudiera mantenerla en el reino de los vivos. Orfeo, golpeado por la aflicción, no dudó en seguirla hasta la tumba entonando notas tristísimas que conmovían profundamente los corazones de quienes contemplaban el cortejo fúnebre. La vida carecía de luz en ausencia de Eurídice. Así que su amado viudo decidió descender hasta las mismísimas puertar del Hades, el lugar adonde ningún mortal podía llegar hasta el día de su muerte y de donde, desde luego, jamás podía regresar, en busca de su amor perdido.
Tocaba Orfeo una música tan conmovedora que el barquero Caronte, encargado de transportar las almas de los muertos desde la orilla terrenal hasta la orilla de las tinieblas atravesando la laguna Estigia, se olvidó de comprobar si Orfeo llevaba bajo su lengua el óbolo con el que pagar su viaje. Sin más, el barquero atravesó las negras aguas transportando al sublime músico entonando embaucadoras melodías y llegó hasta los fríos reinos de Hades. Tan conmovedoras notas emitía su lira que las ferreas puertas de entrada a los Infiernos cedieron, y el guardián de tres cabezas, Cerbero, se quedó mansamente tranquilo. Tan fácilmente logró Orfeo penetrar en el mundo de las sombras. Por un momento, los condenados en el Tártaro se sintieron libres de sus tormentos e, incluso, el duro corazón de Hades, señor del inframundo, se ablandó. Orfeo se arrodilló ante él y le rogó con melodiosos cánticos que le permitiera a Eurídice regresar junto a él a la tierra de los vivos. Perséfone, esposa de Hades, susurró unas palabras en los oídos de su esposo y la lira de Orfeo dejó de emitir sonidos. Todas las estancias de los Infiernos quedaron en silencio para escuchar la decisión de Hades.
-¡Así será, Orfeo! Regresa al mundo superior. Eurídice te seguirá como tu sombra. Pero no te detengas, ni hables y, sobre todo, no mires hacia atrás hasta haber salido a la luz del día. Si contravienes mis órdenes, no volverás a ver su cara nunca más. Y ahora, vete sin demora, y cree que en tu camino silencioso no vas solo.
Orfeo y Eurídice, Rubens (Museo del Prado)

Orfeo, agradecido, dio la espalda al infernal matrimonio y se abrió paso entre las tenebrosas sombras en busca de la débil luz del sol. Atravesó salones silenciosos en donde sólo se escuchaba el eco de sus suaves pisadas. Cuando mayor era la claridad de la luz, más gana tenía de contemplar la imagen de su malograda esposa, pero mayor era la duda de creer que realmente lo acompañaba. ¿Y si Hades lo había engañado? ¿Y si Eurídice no camina tras él? No pudo remediarlo. Se dio la vuelta y, al instante, vio que desaparecía la blanca silueta de su esposa, con los brazos extendidos hacia él, muriendo por segunda vez. Los brazos de Orfeo intentaron atraparla, pero sólo tocaron aire, sombra, muerte.
 Orfeo guiando a Eurídice desde los infiernos, Camille Corot

En esta ocasión, las puertas del Infiernos permanecieron herméticamente cerradas para él. Y tuvo que regresar solo, inconsolable, al mundo terrenal. Por este suceso, durante muchos años el sol no brilló.
Con el tiempo, Orfeo se hizo sacerdote, para enseñar los misterios de la vida y de la muerte y predicar a los tracios lo terrible que era la práctica de los sacrificios humanos. Llevó la alegría y la esperanza a muchos por medio de su música. Pero jamás se curó de su desesperación, porque había perdido la única posibilidad de engañar a la muerte.
Se cuenta que su propia muerte fue violenta. El dios Dioniso estaba muy resentido de que un mortal recibiera honores que sólo estaban reservados a los dioses. Así que las locas seguidorea de Dioniso despedazaron los miembros de Orfeo, separaron brazos y pies de su cuerpo. Las Musas enterraron su cuerpo despedazado al pie del monte Olimpo, donde se dice que, incluso, hoy día los ruiseñores cantan más dulcemente que en cualquier otra parte del mundo.

martes, 8 de febrero de 2011

ECO Y NARCISO

Este mito griego habla de amor y rechazo, y muestra cómo la represión y la venganza, lejos de ofrecer consuelo, incrementan la agonía. Por otro lado, enseña que si no nos conocemos a nosotros mismos, podemos pasar la vida buscando este conocimiento sumidos en la autoobsesión, y, por culpa de ello, no seremos capaces de ofrecer amor a los demás.
Había un joven llamado Narciso, cuya madre, deseosa de conocer su futuro, consultó al adivino Tiresias. "¿Vivirá hasta la vejez?", le preguntó.
 "Hasta tanto no se conozca a sí mismo", repondió el ciego Tiresias. La madre, confusa por la respuesta, procuró que el hijo no se viera jamás reflejado en un espejo. El joven era extraordinariamente hermoso y despertaba el amor de quienes lo conocían. Él, a través de la reacción de las personas que lo miraban, podía adivinar que era muy bello y atractivo. Pero no se sentía seguro; así que, para sentir seguridad y confianza en sí mismo, dependía de los piropos que le propinaban los demás. En consecuencia, se convirtió en un joven absorbido por su propia persona.
Un día, creído de que ya nadie era digno de mirarlo, caminaba a solas por un bosque, en el que vivía una ninfa, Eco. La joven había disgustado a la diosa Hera por hablar demasiado, y había sido castigada por ésta a no hablar más que para responder a la voz de otro. Es más, sólo repetía la última palabra pronunciada. Hacía tiempo que Eco se fijaba en Narciso hasta el punto de estar perdidamente enamorada de él. Con frecuencia lo perseguía, pero, como ella no podía hablarle, esperaba pacientemente que él le dijera algo. Mas, él, pensando contínuamente en su belleza, no notó que ella lo seguía a todas partes. Finalmente, Narciso de detuvo junto a una laguna para apagar su sed. Eco aprovechó la ocasión para acercarse a él y sacudir unas ramas para atraer su atención.
Narciso, Caravaggio, 1600
-¿Quién está ahí? -gritó él.
-Ahí -regresó la respuesta de Eco.
-¿Ven aquí! -dijo Narciso irritado.
-¡Aquí! -repitió ella, y corrió desde los árboles en donde estaba escondida, extendiendo los brazos para abrazarlo.
-¡Vete!, -gritó airado-. ¡No puede haber nada entre tú y el bello Narciso!.
-¡Narciso! -repitió ella suspirando tristemente. Y desapareció avergonzada mientras, en silencio, murmuraba unas palabras a los dioses para que el orgulloso joven pudiera algún día saber lo que significaba amar en vano. Y los dioses la oyeron.
Regresó Narciso a la laguna para beber agua y observó entre las ondas el rostro más perfecto que jamás había visto. Al punto quedó enamorado del impresionante joven que veía en el agua y besó los rosados labios de la vanal imagen, pero el contacto con el agua rompió en pedazos la imagen y el bello joven desapareció como un sueño. Tan pronto como se retiró de la orilla y se quedó quieto, la imagen regresó.
 Narciso y Eco, John William Waterhouse, 1903
-¡No me desprecies en vano!.
-¡En vano! -repitió con tristeza Eco desde el fondo del bosque.
Una y otra vez se acercó Narciso a la laguna para abrazar su propia imagen. En cada ocasión, como si de una burla se tratara, la imagen desaparecía. Así pasó el joven horas y horas, días y días, semanas y semanas contemplando el agua, sin comer, sin dormir. Sólo murmuraba:
-¡Ahi de mí!.
Mas las únicas palabras que le llegaban eran las de la infeliz Eco. Agotado, su corazón dejó de latir y quedó frio e inmóvil entre los lirios acuáticos. Los dioses se conmovieron ante la visión de tal bello cadáver y le transformaron en la flor que lleva hoy su nombre, una de las más bellas flores que se pueden ver en los bosques a principios de la primavera.

Por su parte, la pobre Eco, que antes había pedido semejante castigo para el desconsiderado joven, no obtuvo más que un intensísimo dolor de corazón que la consumió hasta no quedar nada de ella más que su voz. Incluso hoy en día se le puede oir en los bosques repetir la última palabra pronunciada por los que por allí pasan.


lunes, 7 de febrero de 2011

La pitonisa de Delfos estaba "colocada"

La pitonisa del templo de Apolo, en Delfos, interpretaba los mensajes que el dios daba a las preguntas de los visitantes. Era una mujer de la zona, sin ningún don especial, que se convertía en instrumento de transmisión entre Apolo y los hombres. El día del oráculo, la pitonisa se purificaba en las aguas de la cercana fuente Castalia y se engalanaba. A continuación tomaba asiento sobre un trípode de oro, masticaba hojas de laurel, árbol consagrado a Apolo en recuerdo de sus malogrados amores con la ninfa Dafne, y, aspirando los vapores que emanaba una grieta situada en el suelo, entraba en trance y comenzaba a emitir sonidos que, a veces, se tornaban en divinos mensajes.

Peregrinos de toda Grecia acudían al oráculo de Delfos, caminando o en barco, para hacer sus consultas. Tras ascender a las inmediaciones del monte Parnaso en donde se encuentra el santuario, entraban por la via sacra y se purificaban en las aguas de la fuente de Castalia. A continuación realizaban el sacrificio de una cabra y, seguidamente, realizaban su pregunta. Pagaban unas monedas y esperaban la respuesta. La pitonisa, sentada en el trípode, recibía la pregunta escrita en una tablilla y entraba en trance. Sus enigmáticos sonidos eran interpretados por un sacerdote, que, tras escribirlos en verso, los entregaba al caminante.

Masticando hojas de laurel o inhalando vapores subterráneos, nunca se creyó que la Pitia realmente hablara drogada ... hasta hace unos años. Jelle Zeilinga de Boer, geólogo de la Universidad de Wesleyan, recibió el encargo del gobierno griego de estudiar la viabilidad de construir una central nuclear en terrenos cercanos a Delfos (no llegó a materializarse la idea, de lo contrario hubiera sido una absoluta aberración que hubiera destruido uno de los paisajes más bellos del planeta). De Boer descubrió unas fallas que pasaban justo debajo de las ruinas del templo de Apolo, no eran de origen volcánico, pero sí había indicios de que hubieran emanado algún tipo de gases. En el transcurso de sus investigaciones, una mañana, inesperadamente, una grieta comenzó a emanar gases tóxicos de origen petroquímico. En efecto, la pitonisa estaba completamente "colgada" cuando balbuceaba: acababa de inhalar gases tóxicos euforizantes cuando profirió aterradoras palabras ante Layo: "apártate de tu esposa Yocasta, pues un hijo de ella te matará y será el origen de una espantosa serie de desgracias que hundirán tu casa". La tragedia se materializó con el nacimiento de su hijo Edipo: mató a su padre, se casó con su madre  (madre y esposa a la vez) y tuvo con ella hijos (hijos que también eran sus hermanos), acto antinatural que exigía castigo por varias generaciones.