martes, 8 de febrero de 2011

ECO Y NARCISO

Este mito griego habla de amor y rechazo, y muestra cómo la represión y la venganza, lejos de ofrecer consuelo, incrementan la agonía. Por otro lado, enseña que si no nos conocemos a nosotros mismos, podemos pasar la vida buscando este conocimiento sumidos en la autoobsesión, y, por culpa de ello, no seremos capaces de ofrecer amor a los demás.
Había un joven llamado Narciso, cuya madre, deseosa de conocer su futuro, consultó al adivino Tiresias. "¿Vivirá hasta la vejez?", le preguntó.
 "Hasta tanto no se conozca a sí mismo", repondió el ciego Tiresias. La madre, confusa por la respuesta, procuró que el hijo no se viera jamás reflejado en un espejo. El joven era extraordinariamente hermoso y despertaba el amor de quienes lo conocían. Él, a través de la reacción de las personas que lo miraban, podía adivinar que era muy bello y atractivo. Pero no se sentía seguro; así que, para sentir seguridad y confianza en sí mismo, dependía de los piropos que le propinaban los demás. En consecuencia, se convirtió en un joven absorbido por su propia persona.
Un día, creído de que ya nadie era digno de mirarlo, caminaba a solas por un bosque, en el que vivía una ninfa, Eco. La joven había disgustado a la diosa Hera por hablar demasiado, y había sido castigada por ésta a no hablar más que para responder a la voz de otro. Es más, sólo repetía la última palabra pronunciada. Hacía tiempo que Eco se fijaba en Narciso hasta el punto de estar perdidamente enamorada de él. Con frecuencia lo perseguía, pero, como ella no podía hablarle, esperaba pacientemente que él le dijera algo. Mas, él, pensando contínuamente en su belleza, no notó que ella lo seguía a todas partes. Finalmente, Narciso de detuvo junto a una laguna para apagar su sed. Eco aprovechó la ocasión para acercarse a él y sacudir unas ramas para atraer su atención.
Narciso, Caravaggio, 1600
-¿Quién está ahí? -gritó él.
-Ahí -regresó la respuesta de Eco.
-¿Ven aquí! -dijo Narciso irritado.
-¡Aquí! -repitió ella, y corrió desde los árboles en donde estaba escondida, extendiendo los brazos para abrazarlo.
-¡Vete!, -gritó airado-. ¡No puede haber nada entre tú y el bello Narciso!.
-¡Narciso! -repitió ella suspirando tristemente. Y desapareció avergonzada mientras, en silencio, murmuraba unas palabras a los dioses para que el orgulloso joven pudiera algún día saber lo que significaba amar en vano. Y los dioses la oyeron.
Regresó Narciso a la laguna para beber agua y observó entre las ondas el rostro más perfecto que jamás había visto. Al punto quedó enamorado del impresionante joven que veía en el agua y besó los rosados labios de la vanal imagen, pero el contacto con el agua rompió en pedazos la imagen y el bello joven desapareció como un sueño. Tan pronto como se retiró de la orilla y se quedó quieto, la imagen regresó.
 Narciso y Eco, John William Waterhouse, 1903
-¡No me desprecies en vano!.
-¡En vano! -repitió con tristeza Eco desde el fondo del bosque.
Una y otra vez se acercó Narciso a la laguna para abrazar su propia imagen. En cada ocasión, como si de una burla se tratara, la imagen desaparecía. Así pasó el joven horas y horas, días y días, semanas y semanas contemplando el agua, sin comer, sin dormir. Sólo murmuraba:
-¡Ahi de mí!.
Mas las únicas palabras que le llegaban eran las de la infeliz Eco. Agotado, su corazón dejó de latir y quedó frio e inmóvil entre los lirios acuáticos. Los dioses se conmovieron ante la visión de tal bello cadáver y le transformaron en la flor que lleva hoy su nombre, una de las más bellas flores que se pueden ver en los bosques a principios de la primavera.

Por su parte, la pobre Eco, que antes había pedido semejante castigo para el desconsiderado joven, no obtuvo más que un intensísimo dolor de corazón que la consumió hasta no quedar nada de ella más que su voz. Incluso hoy en día se le puede oir en los bosques repetir la última palabra pronunciada por los que por allí pasan.


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