lunes, 14 de febrero de 2011

FAETÓN y el carro del Sol

El riesgo de pretender ir muy lejos demasiado rápido
Este triste mito griego de Faetón revela muchas de las aspiraciones de los jóvenes que buscan su lugar en el mundo y lanza la advertencia de que es peligroso ir demasiado lejos y muy deprisa. Por otro lado, también nos enseña que intentar emular a un padre o a una madre no siempre es un modo inteligente de descubrir nuestro propio destino.
El palacio de Apolo, dios del sol, se levantaba, sustentado por dorados pilares, resplandeciente y brillante en la cúspide del cielo. A este lugar llegó Faetón, hijo de Apolo y de una mortal. Vio a su padre sentado en su áureo trono, rodeado de su séquito, los Días, los Meses, los Años, los Siglos, las Estaciones y, moviéndose de un lado a otro, las Musas. Se sorprendió Apolo al ver al joven que permanecía de pie, admirado de la gloria que rodeaba a su padre.
 Apolo de Belvedere, Leocares, S. IV a.C.
-¿Por qué has venido hasta aquí, hijo mío? -preguntó Apolo.
-En la tierra, mis amigos se burlan de mí y calumnian a Clímene, mi madre. Dicen que solo es una pretensión mia decir que mi origen es divino y que solo soy hijo de dos mortales comunes y desconocidos. Así que he venido a rogarte que me des alguna señal para probar a esos incrédulos que mi padre es Apolo, el dios Sol.
Apolo levantó a su hijo y lo abrazó tiernamente.
-Siempre te reconoceré ante el mundo -le dijo al joven-. Pero si necesitas algo más que mi palabra, te juro por la laguna Estigia que tu deseo será concedido.
-¡Entonces, haz que mi sueño se haga realidad! -exclamó excitado Faetón. ¡Permíteme conducir por un día el carro dorado del sol!
El temor sobrecogió el rostro del dios Sol.
-Me has obligado a decir palabras imprudentes -dijo el padre-.  Me has pedido algo que está más allá de tus posibilidades. Eres joven, eres mortal, y lo que ansías solo se le concede a los dioses. Y no a todos, pues solo me está permitido a mi hacer lo que me pides y tanto deseas. Mi carro debe avanzar por un camino muy pendiente, no puede salirse  de su senda. Es una subida muy difícil para los caballos. El camino discurre por el cénit del cielo, allá en lo más alto. Incluso a mi me da un estremecedor miedo cuando, a semejante altura, me encuentro en posición vertical en el carro. La cabeza me da vueltas de pensar que la tierra está lo más lejos que puede hallarse. El último tramo del camino discurre por una escarpadísima pendiente y requiere mano firme en las riendas. Si te doy mi carro ¿cómo vas a controlarlo? No insistas en que cumpla la palabra que te di. Cambia tu deseo mientras aún tienes tiempo. Elige cualquier otra cosa situada en la tierra o en el cielo. Pero, ¡por favor!, no me pidas algo tan peligroso.
Faetón insistió e insistió, y como, después de todo, Apolo había dado su sagrada palabra, el dios Sol no tuvo más remedio que tomar a su hijo de la mano y llevarlo ante el carro solar. El palo, las llantas y el eje eran de oro; los radios de las ruedas, de plata; el yugo, por su parte, brillaba con piedras preciosas. Estaba Faetón estupefacto contemplando el vehículo cuando Aurora, de rosados dedos, comenzaba a amanecer. Había llegado el momento. Apolo ordenó a las Horas que uncieran los caballos. A su hijo aplicó ungüento mágico para que pudiera soportar las radiaciones de las llamas.
-Hijo, no uses las espuelas y utiliza suavemente las riendas, porque los caballos avanzan por su cuenta -dijo-. Tu trabajo consistirá en aminorar su vuelo, en hacerles sentir tu mando y tu presencia. Sólo eso les hará llevar un paso firme. Mantente alejado de los polos. No conduzcas demasiado lento ni a ras de suelo, para evitar que la tierra se calcine; ni demasiado alto, pues, por un lado, el cielo se quemaría, y, por otro, la tierra se enfriaría tanto que los seres vivos se congelarían y morirían.
Apolo conduciendo su carro
El joven, entusiasmado por conducir el carro, apenas oyó los consejos de su padre. Saltó sobre el asiento y los caballos iniciaron el recorrido atravesando la niebla matutina. Pronto sintieron que su carga era más ligera que de costumbre, y el carro comenzó a tambalearse. Agitó las riendas y los équidos comenzaron a trotar. Faetón sintió alivio. Le gustaba la experiencia. Así, los mortales sabrían de quién era hijo. Mas, el carro comenzó a tambalearse, comenzaba a salirse del camino. Los caballos, aturdidos, se empujaban unos a otros. Faetón se atemorizó y agitó más violentamente las riendas. Intentó llamar a los caballos, pero no conocía sus nombres. Éstos viraron hacia regiones desconocidas, enormemente elevadas. Pasaron por nubes errantes, que se incendiaron al paso de los corceles. La tierra, por estas latitudes, comenzó a enfriarse y a congelarse; los ríos se convertían en hielo. Así surgieron los polos Norte y Sur tal y como los conocemos hoy día.
Al ver el desastre, tiró violentamente de las riendas. Los caballos se asustaron e invirtieron bruscamente su recorrido. Descendían vertiginosamente hasta acercarse tanto a ras de la tierra que la savia de las plantas se secó, las hojas de los árboles se secaron también y comenzaron a arder. La región entera estaba en llamas. Todo el territorio que se podía avistar quedó calcinado, estéril. Estas regiones nunca recuperaron la vida. Hoy día son los vastos desiertos que se extienden por el centro de la Tierra.
 Caída de Faetón, Rubens, 1636
Faetón comenzó a sentir calores insoportables. El pelo comenzó a arderle. Se cayó del carro y comenzó a dar vueltas por el espacio como una estrella fugaz. En caida libre, cayó al océano que, instantaneamente, se lo tragó.
Apolo, que había sido testigo de esta visión de destrucción, se cubrió la radiante cabeza entre lamentos. Se dice que ese día no hubo luz solar en el mundo. Sólo hubo destellos luminosos por algunos lugares, fruto de la gran conflagración.

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